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La oración al diablo

De niño creció en un pueblo donde no había casi nada, ni en el campo, ni en la mesa, ni en el corazón de nadie. Un día los peces en el río empezaron a morirse y al otro día apareció un Cristo negro arrastrado por las caudalosas aguas. Los hombres y las mujeres, deseosos de salvación, empezaron a creer, confiados en que algo mejor vendría del rezo. Él se quedó callado. Tenía hambre y lo único que quería era algo que contuviera el grito desgarrador de sus tripas.

Por ello, cuando un viejo del pueblo le dijo que se fuera y que le rezara al Diablo cojuelo, no lo pensó dos veces. En una estampita, prohibida y quemada desde la Santa Inquisición, leyó: “Diablo cojuelo, te pido que me ayudes a encontrar dinero, amor y poder. A cambio te ofrezco lo más valioso que tengo, mi alma, en esta vida y en la eternidad. Te ofrezco esta vela negra como ofrenda y te pido que me escuches y me ayudes a resolver este problema. Amen”.

Tienes que rezar esta oración por doce días, a la media noche, con una vela negra a la que pondrás en un círculo pintado con sangre de una gallina, también negra, degollada, le dijo el hombre de aquella comunidad. Después de eso te irá bien, le indicó vehementemente. Un día se fue del pueblo y nadie supo de él hasta que apareció empoderado, señor de señores, vestido con impecable guayabera blanca y paliacate rojo en el cuello.

Supe de él porque mi tío Julián me lo contó. Me dijo que se convirtió en un hombre muy poderoso. En todos los cargos públicos que tuvo siempre buscaba someter. Ese deseo, me comentó, lo proyectaba en un ejercicio sexual muy curioso, añadió. Sí, él busca tener todos los días relaciones con una o dos mujeres. Es feo como la pared de enfrente, pero las mujeres llegan o a veces se las llevan.

“El día que deje de ‘coger’, me muero”, suele decir. Yo creo, acotó mi tío, que es parte de su deseo de someter. Ha sido tan oprimido que esa es una manera de liberación. A muchos amigos, en corto, les decía que era parte de su práctica con el diablo, el dios del placer y el tener. A ese pacto le debía su meteórico ascenso, su vida licenciosa, de excesos en todos los sentidos y su voracidad económica.

Además, le gustaba usar máscaras de todas las divinidades diabólicas recientes y antiguas. En un espacio muy privado de su casa y oficina tenía oraciones en diversas lenguas a personajes como Mara, Angra Mainyu, Lama o Yama, Supay, Kisín, Lucifer, Satanás, Belial, Samael, Antigua Serpiente, gran dragón, Jaldabaoth, el dios negro, el padre de la mentira, la bestia, entre otros.

La verdad, cuando mi tío Julián me contó todo esto, me dio miedo. Todo eso te acaba y se acaba, me dijo el hijo de mi abuelo Anastasio. Es más, insistió ya encarrerado, un primer viernes de marzo, luego de que estuvo a punto de caer del cielo al suelo, fue a Catemaco con dos brujos. El ritual, según me contó un testigo, te ponía los pelos de punta.  

Ahí pidió más poder, más dinero, más de todo. Yo no sé si resultó o si necesitaba algo más fuerte, porque según me contaron sus cercanos, luego de eso se encerró por varias semanas en la mansión que tenía, no recibía a nadie y se sumió en una profunda depresión, no porque le faltara comida, dinero o placeres. No, porque el poder del que gozaba en esa época se le esfumó de las manos. Entonces pensé en la fuerza de aquello que le leí alguna vez a Maquiavelo: “el poder es la esencia del ser humano, que se define por dominar y no ser dominado”. No hay más grande embrujo que ser dominado por el deseo de dominar, reflexioné.


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