La propuesta de gobierno en realidad es un conjunto desordenado de intuiciones y prejuicios
Las renuncias de Tatiana Clouthier y de Luz María de la Mora, así como los nombramientos de los correspondientes sustitutos, han vuelto a poner en circulación la narrativa de la radicalización de López Obrador. La idea de que mantiene o desecha a las personas en sus cargos a partir de su compromiso con su ideario y con los postulados del movimiento que encabeza. Que, finalmente, se queda solo con los funcionarios dispuestos a implantar y mantener su llamada “cuarta transformación”.
El problema con esta narrativa es que hace suponer que, en efecto, existe un movimiento en proceso de desarrollo a partir de una base ideológica o, al menos, de un conjunto de principios más o menos ordenados. Que, como en los movimientos revolucionarios, existe tanto una teoría de la transformación como una práctica realizada a partir de ella. Con base en este entendimiento se ha construido la noción de la radicalidad a fin de distinguir, por un lado, entre quienes aceptan la teoría y la hacen práctica; por otro lado, quienes no la comparten y/o no la realizan. Las consecuencias del primer supuesto se transforman en aceptación y permanencia en los cargos. Las del segundo son el rechazo de las personas y su separación de las funciones que les corresponden.
El juego de la radicalidad es falso. En realidad, los “desvíos” de la “doctrina” o “práctica” transformadoras son inexistentes. Para que eso pudiera darse, tendría que existir una constitución de dicha doctrina expresada en principios. Lo que en verdad existe son un conjunto inconexo de postulados, enunciados en forma de eslóganes o frases, más cercanas a la mercadotecnia que a la doctrina política. “Primero los pobres”, “por encima de la ley nadie”, “abrazos no balazos”, u otras frases semejantes, expresan temas relevantes, pero en modo alguno refieren a un ideario político o un programa de gobierno.
Si la radicalidad —o la falta de ella— no es postulable respecto de los desvíos de una doctrina, ¿en dónde se asienta? Es decir, ¿cuál es su base? A estas alturas del periodo presidencial, la respuesta es evidente. En la más rigurosa lealtad a Andrés Manuel López Obrador. Dicho de otra manera, “radical” es quien admite lo que él diga o haga, y “no radical” es quien cuestione, disienta o dude, de lo que él dice y hace.
El concepto de la radicalidad ha servido hasta ahora para tratar de demostrar la existencia, repito, de un proyecto, así como de un programa político y de gobierno. Sin embargo, su uso ha ido mostrando que ni uno ni otro existen. Más bien, que todo consiste y se limita a la mera personificación del poder en una sola persona. Que lo que dice ser una propuesta general más o menos acabada para gobernar al país, en realidad es un conjunto desordenado de intuiciones, prejuicios y respuestas sobre la marcha, crecientemente visibles como huidas hacia adelante.
En este contexto, “radicales” son aquellas personas que, por diversas razones u objetivos, son capaces de mostrar su lealtad hacia Andrés Manuel López Obrador. La tan celebrada radicalidad termina por ser una relación personal entre el sujeto que exige una acabada lealtad y el sujeto que la mantiene en las condiciones que le son requeridas. Al exigente le sirve para mantener en marcha lo que supone es un programa de transformación; al exigido, para mantener su pertenencia, ya se verá si, en efecto, se trata de auténtica lealtad personal o más bien servirá como instrumento para capitalizar rendimientos económicos o políticos, presentes o futuros.
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